EL PRÍNCIPE FELIZ
En primavera, Europa se puebla de bandadas de golondrinas que al llegar el otoño, emigran a países más cálidos. Pero hubo una vez una golondrina que se quedó jugando y perdió a su bandada. Dispuesta a encontrar a sus compañeras, voló un día entero en solitario y, al caer la noche, se paró en un pueblo. En mitad de la plaza había una estatua de oro y piedras preciosas donde la golondrina se acomodó para dormir. Pero, cuando estaba a punto de conciliar el sueño, le cayó encima una gota de agua. Sorprendida, la golondrina descubrió que la estatua estaba llorando y se acercó a la cabeza para preguntarle cuál era su desgracia.
- Soy el príncipe feliz -contestó la estatua-. Me llamaban así porque vivía encerrado en un palacio amurallado donde estaba prohibido todo lo triste y feo, y poco me importaban los sufrimientos ajenos que jamás veía, pero ahora que puedo ver lo que ocurre fuera me arrepiento de haber sido tan egoísta y lloro porque ya no sé cómo ayudar a los demás, convertido en estatua.
La golondrina quiso ayudar al príncipe feliz y así, fue quitando con su pico las piedras preciosas que adornaban la estatua para llevárselas a los pobre y a los necesitados.
Cuando ya no quedaban adornos, el príncipe le pidió que le quitara los dos zafiros que le servían de ojos y que los regalara también. Incluso después de quedarse ciego, el príncipe quiso que la golondrina arrancase láminas de oro de su cuerpo hasta que la estatua quedó completamente desnuda y se podía ver por dentro el corazón de plomo.
La pobre golondrina, con la llegada del crudo invierno, murió de frío a los pies de la estatua y, cuando llegó de nuevo la primavera, los habitantes de la ciudad decidieron demoler los restos de aquella obra de arte desvalijada que ahora les parecía fea y vulgar. En el basurero quedaron abandonados el cuerpo sin vida de la golondrina y el corazón de plomo del príncipe. Pero cuentan que una noche bajó un ángel del cielo y se los llevó al Paraíso.
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Óscar Wilde
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