LA PIEDRA MÁGICA

 

LA PIEDRA MÁGICA

    Érase una vez un muchacho que vivía en una aldea cercana al mar. Su vivienda era una vieja cabaña y no tenía padres ni nombre. Cuando los aldeanos se referían a él, cosa que no sucedía a menudo, le llamaban el chico pescador, pues se dedicaba con preferencia a la pesca.

    Todas las mañanas se levantaba antes de salir el sol y recorría dos kilómetros hasta un río, que desembocaba en el mar junto al pueblo, con un gran saco vacío. Dos horas más tarde regresaba al pueblo con el saco lleno de pescado fresco, que daba a los aldeanos a cambio de pan, leche o ropas.

    Algunos días, los aldeanos interrumpían su trabajo para ir de pesca, pero al término de la jornada volvían con unos miserables pececillos que no tenían comparación con los sabrosos pescado que atrapaba el muchacho. Nadie se explicaba el misterio.

    - Debe ser cosa de magia -decía la gente, y no se equivocaban. 

    Todos los habitantes del pueblo poseían su pequeña magia particular. Algunos sabían encender fuego con sólo pronunciar unas palabras, otros entonaban canciones para hacer que las cosechas crecieran altas y vigorosas. Alguno había que predecía el tiempo o conocía determinadas hierbas que curaban las enfermedades.

    Pero la magia del muchacho era bien distinta, y él guardaba celosamente su secreto. Su magia no consistía en una canción o unas palabras, como la del resto de la gente, sino que era auténtica, un objeto tangible, una maravillosa piedra verde jade que le deslumbraba cuando los rayos del sol se reflejaban sobre sus afilados cantos. El muchacho la llamaba su piedra mágica. 

    Todos los días, cuando salía a pescar, llevaba la piedra mágica envuelta en un trapo debajo de la camisa. Al llegar al lugar habitual, junto a un árbol que proyectaba su sombra sobre el río, introducía la piedra mágica en el agua y aguardaba. Vigilaba atentamente la piedra verde que yacía en el fondo, y por lo general no tenía que esperar mucho.

    Lentamente, uno por uno, se acercaban los peces, primero los pequeños y luego los más grandes, hasta que una docena de peces rodeaba la piedra mágica, casi rozándola con sus bocas.

    El muchacho sacaba los peces del río, uno por uno y sin que éstos ni se dieran cuenta, hasta llenar el saco. Luego recogía la piedra mágica, la secaba y envolvía cuidadosamente, y regresaba al pueblo con toda naturalidad.

    La piedra mágica proporcionaba al muchacho cuanto necesitaba: pescado fresco para cenar, oportunidad de comerciar con los aldeanos... pero no podía evitarle su soledad: no conversaba con nadie, ni siquiera le llamaban por su nombre, porque carecía de él. Los otros chicos del pueblo no querían jugar con el porque era diferente.

    El muchacho ocultaba el secreto de la piedra mágica porque temía que alguien se la arrebatara, lo que todavía le volvía más huraño. La gente del pueblo envidiaba su suerte en la pesca, pero jamás le dirigían la palabra, excepto para comerciar con él. El chico, en el fondo, se sentía desgraciado.

    Un día salió a dar un paseo junto al mar, llevando la piedra consigo como tenía por costumbre, y mientras observaba las olas que morían en la playa, se le ocurrió una idea. Pensaba...

    - El mar está lleno de peces mucho más grandes que los del río. Si regreso al pueblo con un sabroso pescado de mar, las gentes hablarán conmigo y hasta me darán un nombre.

    Se encaramó a unas rocas cubiertas de algas y contempló las olas que rompían a sus pies. Decía...

    - No dejaré caer la piedra mágica aquí, jamás la recuperaría. Me limitaré a sostenerla dentro del agua.

    Se tumbó con cuidado sobre la resbaladiza roca e introdujo la piedra en el agua. Las impetuosas olas tiraban de la piedra, como si quisieran arrebatársela, y el muchacho la agarró con fuerza, sintiendo sus afilados cantos, que le herían la mano, pero decidió no soltarla.

    Durante largo rato no sucedió nada de particular, salvo que la sal le escocía en las heridas. Al fin, su paciencia se vio recompensada cuando una gigantesca sombra se le aproximó en el fondo del agua.

    El muchacho, nervioso, tragó saliva. No era éste un pez que él pudiera sacar tranquilamente del agua y llevarse a casa. Era inmenso, mucho mayor que él, mayor que el hombre más grande del pueblo, y a medida que ascendía hacia la superficie iba haciéndose más y más grande. El muchacho temblaba de pies a cabeza, asustado de la propia aventura que había emprendido, pero seguía sosteniendo la piedra dentro del agua y aguardando. Quería averiguar por qué aquel espléndido pez se aproximaba a él.

    En esto, un hocico duro, que a él le pareció grande como la roca sobre la que yacía, le rozó la mano. El pez sacó la cabeza del agua y el muchacho se halló frente a un inmenso ojo que le miraba sin parpadear. El pez permaneció inmóvil un instante, y cuando volvió a sumergirse bajo las olas, el muchacho comprendió lo que debía hacer.

    Agarrando con fuerza la piedra mágica, saltó al agua y se montó sobre el plateado pez, asiendo una aleta con la mano que le quedaba libre. El pez se detuvo un momento, como para dejar que el chico aspirara por última vez una bocanada de aire fresco, y luego se sumergió entre las olas.

    El muchacho contuvo el aliento tanto rato como pudo, sintiendo cómo la fresca agua le acariciaba el rostro. Cuando al fin lo soltó, comprobó que podía respirar perfectamente bajo el agua, y tuvo la certeza de que aquella extraña aventura era obra de su piedra mágica.

    El pez gigante y el muchacho se adentraron en las profundidades del mar, dejando atrás el resplandor del sol y el firmamento. Pasaron frente a múltiples bancos de peces, que se volvían a su paso para mirarles respetuosamente, casi inclinándose ante ellos.

    El muchacho supuso que el pez sobre el que iba montado debía ser el más grande de todas las criaturas marinas, el rey de los océanos. Se sentía halagado, pero también avergonzado al recordar la multitud de pececillos que había atrapado para llevarse al pueblo. ¡Pobres pececillos!

    Al fin, tras vagar mucho rato por el fondo del mar, el muchacho creyó por un momento que ya nunca volvería a ver nada salvo sombras y oscuridad, pero como si la realidad quisiera demostrarle que estaba equivocado apareció súbitamente debajo de ellos una suave luz verde.

    Al aproximarse, la luz se dividió en dos grandes pilares con el chico aferrado a su lomo; era la entrada a un mundo totalmente distinto, un mundo lleno de color, luz y belleza.

    El pez pasó majestuoso por entre los pilares con el chico aferrado a su lomo; era la entrada a un mundo totalmente distinto, un mundo lleno de color, luz y belleza.

    El pez se dirigió hacia una inmensa cueva que parecía un templo bajo el mar. Los muros, el techo y el suelo estaban cubiertos de dibujos y mosaicos de brillante colorido; hasta la más pequeña concha y fragmento de piedra relucían con luz propia y diáfana. El muchacho contempló boquiabierto aquel espectáculo de luz y color.

    El pez lo llevó hasta el fondo del templo, y allí el chico vio con nitidez las siluetas de los mosaicos y toda suerte de criaturas marinas dispuestas en un amplio círculo. En el centro había la efigie de un pez, iluminada con todos los colores del arcoíris, y el muchacho supuso que debía ser el dios de las criaturas que habitaban bajo el agua. Pero al mirar el pez más cerca, vio que algo fallaba. El único ojo de que disponía se confundía con una especie de mancha gris.

    El pez se detuvo y el muchacho percibió como una iluminación sobre lo que debía hacer: se acercó lentamente al mosaico, hasta tocar la mancha que parecía una herida en el ojo del dios de los peces, y depositó allí la piedra mágica, que encajaba a la perfección. Entonces, al retirar la mano, la piedra brilló con mayor intensidad que las otras, como si un fuego ardiera en su interior, y el chico comprendió con alegría que el dios de los peces había recobrado la visión.

    El pez gigante se retiró silenciosamente, satisfecho de haber cumplido con su misión. De pronto, el muchacho vio dos figuras en la entrada del templo, y se acercó a ellas.

    No eran peces, sino un hombre y una mujer, que sin embargo parecían hallarse como en su casa en el reino de los peces.

    Al llegar a la altura en la boca de la cueva marina, la mujer le echó los brazos al cuello y le estrechó contra su pecho llorando de alegría.

    - ¡Ansel! ¡Oh, Ansel, hijo mío!

    El muchacho oyó su propio nombre y rió por primera vez en su vida.

    - ¡Mamá!

    Más tarde, cuando en compañía de sus padres se alejó del templo hacia su nuevo hogar en el fondo del mar, comprendió que su pequeña piedra mágica había sido el más precioso de los talismanes.

    🐟 🐠     

FIN 



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