HANSEL Y GRETEL

 

  HANSEL Y GRETEL  

    Érase una vez un leñador que vivía en los bosques de Baviera, junto con sus dos hijos Hansel y Gretel y su segunda esposa. Aunque trabajaba muy duro, no podía sacar a su familia de la extrema pobreza en la que se encontraban. De hecho, su suerte iba de mal en peor.

    - No tenemos otra solución. Debes abandonar a tus hijos a ver si una buena familia se hace cargo de ellos -dijo la madrastra de los niños a su marido.

   - Pero eso que dices... ¡es monstruoso! -exclamó asustado el leñador.

    - No hay otra solución. Nosotros no lo podemos mantener. Estarán mejor con otra familia y a nosotros nos quedará un poco más de comida -añadió su esposa.

    El leñador empezó a llorar. Amaba muchísimo a sus hijos, pero estaba dominado por su mujer y era incapaz de encontrar una solución mejor.

    Hansel, sin que se dieran cuenta sus padres, había estado escuchando la conversación. En silencio, bajó al jardín, se llenó los bolsillos de piedras blancas y volvió a su cama sin ser visto.

    Al amanecer del día siguiente, el leñador salió a cortar leña acompañado de sus hijos. Cuando se adentraron en el bosque, Hansel iba detrás de su padre y hermana, pues iba dejando caer, disimuladamente una a una, todas las piedras blancas que llevaba en los bolsillos.

  Cuando llegaron al centro del bosque, el leñador les dijo muy afligido:

   - Quedaos aquí y recoged todas las ramas secas que encontréis. Volveré a buscaros antes de que anochezca.

    Hansel y Gretel obedecieron a su padre y se pusieron a trabajar. Al anochecer, viendo que nadie venía a buscarlos, Gretel empezó a preocuparse.

    - Hansel, ¿por qué tarda tanto papá?

    - No temas, Gretel. Conozco el camino a casa.    Todo lo que tenemos que hacer es seguir el rastro de las piedrecitas blancas que he ido soltando mientras caminábamos.

    Así, después de un rato, emprendieron el camino ellos solos, guiados por las piedras blancas que centelleaban a la luz de la luna.

    Cuando llegaron a casa, su padre se alegró muchísimo de volver a verlos y de que el malévolo plan de la madrastra hubiera fracasado. Ésta, en cambio, se enfadó; además, no comprendía exactamente cómo habían conseguido volver a casa sin perderse. Así, después de la cena, como precaución, cerró la casa con llave y convenció al leñador de volver a intentar el mismo plan al día siguiente.

    Hansel, aquella noche, permaneció atento para volver a oír la conversación de sus padres. Comprendiendo sus intenciones, intentó ir a buscar más piedrecitas blancas, pero se encontró con que estaba encerrado dentro de la casa.

    Al conocer la situación, Gretel, entristecida, empezó a llorar desconsoladamente.

    - Y ahora, ¿qué vamos a hacer? -le preguntó a su hermano.

    - No te preocupes. Tengo otra idea. Todo saldrá bien. Intenta dormir. Gretel -le contesto intentando calmarla.

    Al alba, Hansel y Gretel acompañaron a su padre de nuevo al bosque. Esta vez los bolsillos de Hansel estaban llenos de migas de pan, que iba dejando caer por el camino, para dejar otro rastro que pudieran utilizar para volver a casa.

    Todo transcurrió como el día anterior, pero al caer la noche y disponerse a volver a casa solos, descubrieron que el rastro de migas de pan había desaparecido.

    - Hansel, ¿qué ha ocurrido? -preguntó Gretel alarmada-. No encuentro ni una sola miga de pan.

  - No lo sé. ¡Quizá se las han comido los pajarillos! -contestó Hansel intentando disimular el miedo en su voz.

  Los dos hermanos pasaron la noche acurrucados bajo un árbol, temblando de miedo por la variada gama de ruidos extraños que oían a su alrededor. Finalmente, cuando salió el sol, empezaron a caminar siguiendo los senderos por donde Hansel creía recordar que habían pasado el día anterior.

    De repente, llegaron a un valle totalmente desconocido para ellos.

    - Hansel, me parece que este camino no es el que nos lleva a casa.

    - Lo sé. Creo que nos hemos perdido.

    - ¡Mira, Hansel, al otro lado del valle! ¡Es una casa! -exclamó Gretel esperanzada. Corrieron hacia la vivienda, pensando que quizá quien la habitara podría indicarles el camino de regreso a su casa.

    Cuando se encontraron enfrente de la casita, Hansel y Gretel quedaron maravillados. Las paredes estaban hechas de rico mazapán, los marcos de las ventanas y la puerta, de chocolate y el techo, de sabroso caramelo. Como llevaban más de un día sin comer, los niños no pudieron resistir la tentación de arrancar un poco de mazapán y un trocito de chocolate de una ventana.

    - Mmm, ¡este caramelo es delicioso!

    - Prueba el chocolate, Gretel, está buenísimo -dijo el niño mientras se relamía.

    De pronto, se oyó una voz que se aproximaba desde el interior de la casa:

    - ¿Quién se atreve a comerse mi casa?

    Entonces la puerta se abrió y una fea y horrible vieja repitió la pregunta. Al verla, Gretel gritó. Pero la vieja les sonrió y con voz amable les dijo:

    - Veo que tenéis hambre. Entrad, niños, entrad. Tengo muchas cosas para comer aquí dentro.

    Al principio Hansel no se movió; la miró con desconfianza, pero al asomarse vieron tal cantidad de galletas, pasteles y caramelos aguardándoles que no pudieron resistir la tentación.

    - Je, je. Comed, comed cuanto queráis. Es todo para vosotros -les ofreció la anciana.

    - ¿Síii? -exclamaron ambos niños al unísono.

    - Es que siempre estoy muy sola y como adoro tanto a los niños...

    Hansel y Gretel comieron tanto y tanto que se sentían a punto de reventar. A continuación, el enorme cansancio se apoderó de ellos y se quedaron profundamente dormidos, ocasión que aprovechó la vieja para llevarlos a una jaula y encerrarlos. La vieja era, en realidad, una malvada bruja que había adornado su casa con dulces y golosinas para atraer a los niños, engordarlos y comérselos.

    La primera imagen que vieron los niños a través de las rejas, al despertarse, fue un primer plano de las angulosas facciones de la cara de la bruja entre las barras de la jaula.

    - Os quedaréis aquí hasta que hayáis engordado lo suficiente -les dijo la vieja con satisfacción-. Apenas tengo dientes y necesito carnecita tierna y no tanto hueso. Empezaré por ti, jovencito... Y tú, niña, empieza a cocinar para que tu hermano engorde.

    Los días iban pasando y Gretel no paraba de cocinar. Hansel permanecía encerrado en la tenebrosa jaula. Cada noche la bruja comprobaba si Hansel había engordado obligándole a sacar un dedo entre las rejas.

    Pero Hansel había guardado un hueso de pollo el primer día y se las ingenió para engañar a la bruja, mostrándole el hueso en vez del dedo.

    - ¿Cómo es posible? No paras de comer y sigues tan delgado como el primer día que pisaste esta casa.

    Pasó un mes y la bruja se cansó de esperar a que Hansel engordara. Así pues, una mañana se levantó dispuesta a comerse a los dos niños.

    - Prepara el horno, niña, y cuando esté listo me avisas. Hoy voy a comerme a tu hermano -gruñó la sádica vieja.

    Gretel, asustada y viendo que no había tiempo que perder, ideó rápidamente un plan y llamó a la bruja.

   - Creo que el horno ya está listo, pero es demasiado alto para mí. No puedo alcanzarlo -gritó la niña.

  - ¡Pareces tonta! Bastante con coger un taburete y subirse a él. Mira cómo lo hago.

    Y tal como iba hablando, la bruja se asomó al horno. Sin pensárselo dos veces, con una pala larga de madera, Gretel hizo caer el taburete, lo que provocó que la bruja se abalanzara hacia el interior del horno. Inmediatamente, la niña, todavía temblorosa, cerró la puerta del horno y corrió desesperadamente a liberar a su hermano. Abrió la jaula con una gruesa llave de hierro que colgaba de un gancho de la pared y así Hansel pudo finalmente salir de la jaula.

    Ambos hermanos se abrazaron y Gretel le explicó el terrible final de la bruja. Antes de partir, Hansel, que había visto a la bruja hurgando varias noches en un rincón del granero, fue allí y se quedó maravillado con lo que vio.

    - ¡Mira, Gretel! ¡Un tesoro! -exclamó él.

   - Joyas y piedras preciosas! -añadió la hermana.

    Los niños llenaron sus bolsillos de joyas y se llevaron un cofre lleno de diamantes que la bruja había escondido bajo un montón de paja. Inmediatamente se pusieron a buscar el camino que los llevaría a su hogar.

  Cuando finalmente dieron con el camino correcto y llegaron sanos y salvos, el leñador, que los vio llegar, salió corriendo de su casa y los estrechó entre sus brazos.

    - ¡Oh, hijos míos, estáis vivos! ¡Estoy tan feliz de veros! ¡Cuánto os quiero! ¡Os estuve buscando por todo el bosque al día siguiente de perderos, pero no os encontré!

    - ¡Mira, padre, lo que te traemos! ¡Ya nunca volveremos a ser pobres! -dijo Hansel.

    - Vuestra madrastra enfermó y murió a los pocos días. ¡Ahora nada podrá separarnos!

    Y a partir de entonces, el leñador y sus dos hijos vivieron felices durante mucho tiempo y nada ni nadie logró separarlos.

Fin.


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