ROSA CARAMELO

 

CUENTO INFANTIL

ROSA CARAMELO 


    Había una vez en el país de los elefantes una manada en que la elefantas eran suaves como el terciopelo, tenían los ojos grandes y brillantes, y la piel de color rosa caramelo.

  Todo esto se debía a que, desde el mismo día de su nacimiento, las elefantas sólo comían anémonas y peonias. Y no era que les gustaran estas flores: las anémonas y todavía peor las peonias- tienen un sabor malísimo. Pero, eso sí, dan una piel suave y rosada y unos ojos grandes y brillantes. 

   Las anémonas y las peonias crecían en un jardincillo vallado. Las elefantitas vivían allí y se pasaban el día jugando entre ellas y comiendo flores.

    Pequeñas, decían sus papás, tenéis que comeros todas las peonias y no dejar ni una sola anémona, o no os haréis tan suaves y tan rosas como vuestras mamás, ni tendréis los ojos tan grandes y brillantes, y, cuando seáis mayores, ningún guapo elefante querrá casarse con vosotras.

    Para volverse más rosas, las elefantitas llevaban zapatitos color de rosa, cuellos color de rosa, y grandes lazos color rosa en la punta del rabo.

   Desde su jardincito vallado, las elefantitas veían a sus hermanos y a sus primos, todos de un hermoso color gris elefante, que jugaban por la sabana, comían hierba verde, se duchaban en el río, se revolcaban por el lodo y hacían la siesta debajo de los árboles.

    Sólo Margarita, entre todas las pequeñas elefantas, no se volvía ni un poquito rosa, por más anémonas y peonias que comiera. Esto ponía muy triste a mamá elefanta y hacía enfadar a papá elefante.

   Veamos, Margarita, le decían, ¿por qué sigues con ese horrible color gris, que sienta tan mal a una elefantita? ¿Es que no te esfuerzas? ¿Es que eres una niña rebelde? ¡Mucho cuidado, Margarita, porque si sigues así no llegarás a ser nunca una hermosa elefanta!

   Y Margarita, cada vez más gris, mordisqueaba unas cuantas anémonas y unas pocas peonias para que sus papás estuvieran contentos.

    Pero pasó el tiempo, y Margarita no se volvió de color de rosa. Su papá y su mamá perdieron poco a poco la esperanza de verla convertida en una elefanta guapa y suave, de ojos grandes y brillantes. Y decidieron dejarla en paz.

    Y un buen día, Margarita, feliz, salió del jardincito vallado. Se quitó los zapatitos, el cuello y el lazo color de rosa. Y se fue a jugar sobre la hierba alta, entre los árboles de frutos exquisitos y en los charcos de barro.

    Las otras elefantitas la miraban desde su jardín. El primer día, aterradas. El segundo día, con desaprobación. El tercer día, perplejas. Y el cuarto día, muertas de envidia. Al quinto día, las elefantitas más valientes empezaron a salir una tras otra del vallado. Y los zapatitos, los cuellos y los bonitos lazos rosas quedaron entre las peonias y las anémonas.

    Después de haber jugado en la hierba, de haber probado los riquísimos frutos y de haber dormido a la sombra de los grandes árboles, ni una sola elefantita quiso volver nunca más a llevar zapatitos, ni a comer peonias o anémonas, ni a vivir dentro de un jardín vallado.

    Y desde aquel entonces, es muy difícil saber, viendo jugar a los pequeños elefantes de la manada, cuáles son elefantes y cuáles son elefantas. ¡Se parecen tanto!

FIN

🐘

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